La Acción Salvadora
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Nos desplazamos velozmente por una gran carretera. A mi lado, conduce una persona que no he visto nunca. En los asientos traseros, dos mujeres y un hombre, también desconocidos. El coche corre rodeado por otros vehículos que se mueven imprudentemente, como si sus conductores estuviesen ebrios o enloquecidos. No estoy seguro si está amaneciendo o cae la noche.
Pregunto a mi compañero acerca de lo que está sucediendo. Me mira furtivamente y responde en una lengua extraña: “¡Rex voluntas!”
Conecto la radio que me devuelve fuertes descargas y ruido de interferencia eléctrica. Sin embargo, alcanzo a escuchar una voz débil y metálica que repite monótonamente: “…rex voluntas… rex voluntas… rex voluntas…”
El desplazamiento de los vehículos se va enlenteciendo, mientras veo al costado del camino numerosos autos volcados y un incendio que se propaga entre ellos. Al detenernos, todos abandonamos el coche y corremos hacia los campos entre un mar de gente que se abalanza despavorida.
Miro hacia atrás y veo entre el humo y las llamas, a muchos desgraciados que han quedado atrapados mortalmente, pero soy obligado a correr por la estampida humana que me lleva a empellones. En ese delirio, intento inútilmente, llegar a una mujer que protege a su niño, mientras la turba le pasa por encima, cayendo muchos al suelo.
En tanto se generaliza el desorden y la violencia, decido desplazarme en una leve línea diagonal que me permita separarme del conjunto. Apunto hacia un lugar más alto, que obligue a frenar la carrera de los enloquecidos. Muchos desfallecientes se toman de mis ropas, haciéndolas jirones. Pero compruebo que la densidad de gente, va disminuyendo.
He logrado zafarme y ahora sigo subiendo, ya casi sin aliento. Al detenerme un instante, advierto que la multitud sigue una dirección opuesta a la mía, pensando seguramente que al tomar un nivel descendente, podrá salir más rápidamente de la situación. Compruebo con horror que aquel terreno, se corta en un precipicio. Grito con todas mis fuerzas para advertir, aunque fuera a los más próximos, sobre la inminente catástrofe. Entonces, un hombre se desprende del conjunto y se acerca corriendo hasta mí. Está con las ropas destrozadas y cubierto de heridas. Sin embargo, me produce una gran alegría el que pueda salvarse. Al llegar, me aferra un brazo y gritando como un loco señala hacia abajo. No entiendo su lengua, pero creo que quiere mi ayuda para rescatar a alguien. Le digo que espere un poco, porque en este momento es imposible… Sé que no me entiende. Su desesperación, me hace pedazos. El hombre, entonces, trata de volver y en ese momento lo hago caer de bruces. Queda en el suelo gimiendo amargamente. Por mi parte, comprendo que he salvado su vida y su conciencia, porque él trató de rescatar a alguien, pero se lo impidieron.
Subo un poco más y llego a un campo de cultivo. La tierra está floja y surcada por recientes pasadas de tractor. Escucho a la distancia, disparos de armas y creo comprender lo que está sucediendo. Me alejo presuroso del lugar. Pasado un tiempo, me detengo. Todo está en silencio. Miro en dirección a la ciudad y veo un siniestro resplandor.
Empiezo a sentir que el suelo ondula bajo mis pies y un bramido que llega de las profundidades, me advierte sobre el inminente terremoto. Al poco tiempo, he perdido el equilibrio. Quedo en el suelo lateralmente encogido pero mirando al cielo, presa de un fuerte mareo.
El temblor ha cesado. Veo una luna enorme, como cubierta de sangre.
Hace un calor insoportable y respiro el aire cáustico de la atmósfera. Entre tanto, sigo sin comprender si amanece o cae la noche…
Ya sentado, escucho un retumbar creciente. Al poco tiempo, cubriendo el cielo, pasan cientos de aeronaves como mortales insectos que se pierden hacia un ignorado destino.
Descubro cerca mío un gran perro que mirando hacia la luna comienza a aullar, casi como un lobo. Lo llamo. El animal, se acerca tímidamente. Llega a mi lado. Acaricio suavemente su pelambre erizado. Noto un intermitente temblor en su cuerpo.
El perro se separa de mi y comienza a alejarse. Me pongo en pie y lo sigo. Así recorremos un espacio ya pedregoso hasta llegar a un riachuelo. El animal sediento se abalanza y comienza a beber agua con avidez, pero al momento retrocede y cae. Me acerco, lo toco y compruebo que está muerto.
Siento un nuevo sismo que amenaza con derribarme, pero pasa.
Giro sobre mis talones y diviso en el cielo, a lo lejos, cuatro formaciones de nubes que avanzan con sordo retumbar de truenos. La primera es blanca, la segunda roja, la tercera negra y la cuarta amarilla. Y esas nubes se asemejan a cuatro jinetes armados sobre cabalgaduras de tormenta, recorriendo los cielos y asolando toda vida en la tierra.
Corro tratando de escapar de las nubes. Comprendo que si llega hasta mi la lluvia, quedaré contaminado. Sigo avanzando a la carrera, pero de pronto se alza ante mi una figura colosal. Es un gigante que me cierra el paso. Agita amenazante, una espada de fuego. Le grito que debo avanzar porque se acercan las nubes radioactivas. El me responde que es un robot puesto allí para impedir el paso de gente destructiva. Agrega que está armado con rayos, así es que advierte que no me acerque. Veo que el coloso separa netamente dos espacios; aquel del que provengo, pedregoso y mortecino, de ese otro lleno de vegetación y vida.
Entonces grito: “¡Tienes que dejarme pasar porque he realizado una buena acción!”
– ¿Qué es una buena acción? – pregunta el robot.
– Es una acción que construye, que colabora con la vida.
– Pues bien -agrega- ¿qué has hecho de bueno?
– He salvado a un ser humano de una muerte segura y, además, he salvado su conciencia.
Inmediatamente, el gigante se aparta y salto al terreno protegido, en el momento en que caen las primeras gotas de lluvia.
Tengo al frente una granja. Cerca, la casa de los campesinos. Por sus ventanas amarillea una luz suave. Justo ahora, advierto que comienza el día.
Llegando a la casa, un hombre rudo, de aspecto bondadoso, me invita a pasar. Adentro hay una familia numerosa preparándose para las actividades del día. Me sientan a la mesa en la que hay dispuesta una comida simple y reconfortante. Pronto me encuentro bebiendo agua pura, como de manantial. Unos niños, corretean a mi alrededor.
Esta vez -dice mi anfitrión- escapó usted. Pero cuando tenga nuevamente que pasar el límite de la muerte, ¿que coherencia podrá exhibir?
Le pido mayores aclaraciones, porque sus palabras me resultan extrañas. El me explica: “Pruebe recordar lo que podríamos llamar ‘buenas acciones’ (para darles un nombre), realizadas en su vida. Por supuesto que no estoy hablando de esas ‘buenas acciones’ que hace la gente esperando algún tipo de recompensa. Tiene que recordar solamente aquellas que han dejado en usted la sensación de que lo hecho a otros, es lo mejor para los otros… así de fácil. Le doy tres minutos para que revise su vida y compruebe qué pobreza interior hay en usted, mi buen amigo. Y una última recomendación: si tiene hijos o seres muy queridos, no confunda lo que quiere para ellos, con lo que es lo mejor para ellos”. Dicho lo cual, sale de la casa él y toda su gente. Quedo a solas meditando la sugerencia del campesino. (*)
Al poco tiempo, el hombre entra y me dice: “Ya ve qué vacío es usted por dentro y si no es vacío, es porque está confuso. O sea, en todos los casos, usted es vacío por dentro. Permítame una recomendación y acéptela porque es lo único que le servirá más adelante. Desde hoy, no deje pasar un solo día, sin llenar su vida.”
Nos despedimos. A la distancia escucho que me grita: “¡dígale a la gente eso que usted ya sabe!”
Me alejo de la granja en dirección a mi ciudad.
Esto he aprendido hoy: cuando el ser humano solo piensa en sus intereses y problemas personales, lleva la muerte en el alma y todo lo que toca muere con él.