El Resentimiento
Es de noche. Estoy en una antigua ciudad surcada por canales de agua que pasan bajo los puentes de las calles. Acodado en una balaustrada, miro hacia abajo el lento desplazamiento de una líquida y turbia masa. A pesar de la bruma, alcanzo a ver sobre otro puente, un grupo de personas. Apenas escucho los instrumentos musicales, que acompañan voces tristemente desafinadas. Lejanas campanadas ruedan hasta mí, como pegajosas oleadas de lamento.
El grupo se ha ido, las campanas han callado.
En un pasaje diagonal, malsanas luces de colores fluorescentes, apenas iluminan.
Emprendo mi camino, internándome en la niebla. Luego de deambular entre callejuelas y puentes, desemboco en un espacio abierto. Es una plaza cuadrada, al parecer vacía. El piso embaldosado me lleva hasta un extremo, cubierto por las aguas quietas.
La barca, semejante a una carroza, me espera adelante. Pero antes, debo avanzar por entre dos largas filas de mujeres. Vestidas con túnicas negras y sosteniendo antorchas, dicen en coro a mi paso:
¡Oh, Muerte!, cuyo ilimitado imperio,
alcanza dondequiera a los que viven.
De tí el plazo concedido a nuestra edad, depende.
Tu sueño perenne aniquila a las multitudes,
ya que nadie elude tu poderoso impulso.
Tú, únicamente, tienes el juicio que absuelve,
y no hay arte que pueda imponerse a tu arrebato,
ni súplica que revoque tu designio.
Subiendo a la carroza, recibo la ayuda del barquero que luego permanece en pie atrás mío. Me acomodo en un espacioso asiento. Advierto que nos elevamos hasta quedar ligeramente despegados del agua. Entonces, comenzamos a desplazarnos suspendidos sobre un mar abierto e inmóvil, como espejo sin fin que refleja a la luna.
Hemos llegado a la isla. La luz nocturna permite ver un largo camino bordeado de cipreses. La barca se posa en el agua, balanceándose un poco. Bajo de ella, mientras el barquero permanece impasible.
Avanzo rectamente entre los árboles que silban con el viento. Sé que mi paso es observado. Presiento que hay algo o alguien escondido más adelante. Me detengo. Tras un árbol, la sombra me llama con lentos ademanes. Voy hacia ella y casi al llegar, un hálito grave, un suspiro de muerte, pega en mi rostro: ¡Ayúdame! -murmura-, sé que has venido a libertarme de esta prisión confusa. Sólo tú puedes hacerlo… ¡ayúdame!
La sombra explica que es aquella persona con la que estoy profundamente resentido. (*)
Y, como adivinando mi pensamiento, agrega: “No importa que aquel con quien estás ligado por el resentimiento más profundo haya muerto o esté con vida, ya que el dominio del oscuro recuerdo, no respeta fronteras”.
Luego continúa: “Tampoco hay diferencias en que el odio y el deseo de venganza, se anuden en tu corazón desde la niñez o desde el ayer reciente. Nuestro tiempo es inmóvil, por eso siempre acechamos para surgir deformados como distintos temores, cuando la oportunidad se hace propicia. Y esos temores, son nuestra revancha por el veneno que debemos probar cada vez”.
Mientras le pregunto qué debo hacer, un rayo de luna ilumina débilmente su cabeza cubierta por un manto. Luego, el espectro se deja ver con claridad y en él reconozco las facciones de quien abrió mi más grande herida. (*)
Le digo cosas que jamás hubiera comentado con nadie; le hablo con la mayor franqueza de que soy capaz. (*)
Me pide que considere nuevamente el problema y que le explique los detalles más importantes sin limitación, aunque mis expresiones sean injuriosas. Enfatiza en que no deje de mencionar ningún rencor que sienta, ya que de otro modo seguirá cautivo para siempre. Entonces, procedo de acuerdo a sus instrucciones. (*)
Inmediatamente, me muestra una fuerte cadena que lo une a un ciprés. Yo, sin dudar, la rompo con un tirón seco. En consecuencia, el manto se desploma vacío y queda extendido en el suelo, al tiempo que una silueta se desvanece en el aire y la voz se aleja hacia las alturas, repitiendo palabras que he conocido antes: “¡Adiós de una vez! Ya la luciérnaga anuncia la proximidad del alba y empieza a palidecer su indeciso fulgor. ¡Adiós, adiós, adiós! ¡Acuérdate de mí!”
Al comprender que pronto amanecerá, giro sobre mí para volver a la barca, pero antes recojo el manto que ha quedado a mis pies. Lo cruzo en mi hombro y apuro el paso de regreso. Mientras me acerco a la costa, varias sombras furtivas me preguntan si algún día volveré a liberar otros resentimientos.
Ya cerca del mar, veo un grupo de mujeres vestidas con túnicas blancas, sosteniendo sendas antorchas en alto. Llegando a la carroza, doy el manto al barquero. Este, a su vez, lo entrega a las mujeres. Una de ellas le pega fuego. El manto arde y se consume velozmente, sin dejar cenizas. En ese instante, siento un gran alivio, como si hubiera perdonado con sinceridad, un enorme agravio. (*)
Subo a la barca, que ahora tiene el espectro de una moderna lancha deportiva. Mientras nos separamos de la costa sin encender aún el motor, escucho al coro de las mujeres que dice:
Tú tienes el poder de despertar al aletargado,
uniendo el corazón a la cabeza,
librando a la mente del vacío,
alejando las tinieblas de la interna mirada y el olvido.
Vé, bienaventurada potestad. Memoria verdadera,
que enderezas la vida hacia el recto sentido.
El motor arranca en el instante en que empieza a levantarse el sol en el horizonte marino. Miro al joven lanchero de rostro fuerte y despejado, mientras acelera sonriente hacia el mar.
Ahora que nos acercamos a gran velocidad, vamos rebotando en el suave oleaje. Los rayos del sol, doran las soberbias cúpulas de la ciudad, mientras a su alrededor flamean palomas en alegres bandadas.